NOTA DEL BLOG: REDACCION LIGERA TIPO NOVELESCA
¿TU ESTAS DE ACUERDO QUE CRIMINALES COMO ESTE SEAN TESTIGOS PROTEGIDOS Y QUEDEN LIBRES TRANQUILAMENTE?
SOURCE NEW YORKTIMES
El
sicario al centro de camisa rosa, en un servicio religioso realizado
para miembros de un programa improvisado de protección de testigos.
Crédito ... Tyler Hicks / The New York Times
“Esto nunca terminará, no importa lo que haga”, dijo
¿TU ESTAS DE ACUERDO QUE CRIMINALES COMO ESTE SEAN TESTIGOS PROTEGIDOS Y QUEDEN LIBRES TRANQUILAMENTE?
SOURCE NEW YORKTIMES
EL FUE UNO DE LOS MAS MORTALES SICARIO DE MEXICO -ahora es un testigo protegido-
Los reclutas ingresaron a un claro, donde un grupo de entrenadores estaba parado en una fila cerrada, ocultando algo.
“¿Cuántos de ustedes han matado a alguien antes?”, preguntó uno de los instructores. Algunas manos se levantaron.
Los entrenadores se separaron, dejando
ver un cadáver desnudo tirado sobre la hierba. Uno de ellos puso un
machete en la mano del joven que estaba más cerca.
“Desmiembra”, le ordenó.
El recluta se congeló. El instructor
esperó, luego se acercó detrás del aterrado recluta y le disparó en la
cabeza. Después le pasó el machete a un adolescente larguirucho mientras
los demás lo miraban atónitos.
El adolescente no dudó. Le ofrecieron la
oportunidad de demostrar que podía ser un asesino, un sicario, y la
aprovechó. Una oportunidad de dinero, poder y, lo que más ansiaba,
respeto. Ser temido en un lugar donde el miedo era moneda.
El sicario con su hijo después de una visita a la iglesia. Crédito ... Alexandra García / The New York Times
“Quería ser un psicópata, matar sin piedad y ser el sicario más temido del mundo”, dijo mientras describe la escena.
Al igual que los otros reclutas, un
cártel de drogas conocido como Guerreros Unidos lo había enviado a un
campo de entrenamiento en las montañas.
Imaginó ejercicios de campo, carreras
matutinas, prácticas de tiro. Ahora, parado sobre el cuerpo, sólo estaba
tratando de reprimir el impulso de vomitar.
Cerró los ojos y golpeó a ciegas. Para
sobrevivir, necesitaba mantener el rumbo. El entrenamiento haría el
resto: purgarlo de miedo y de empatía.
“Se llevaron todo lo que me quedaba de humano y me convirtieron en un monstruo”, dijo.
En pocos años se convirtió en uno de los
asesinos más mortales en el estado de Morelos, un instrumento de los
cárteles que destrozan la nación.
Confesó que, para 2017, con apenas 22
años, había participado en más de 100 asesinatos. Las autoridades han
confirmado casi dos docenas de ellos tan sólo en Morelos.
Testigo protegido
Cuando la policía lo atrapó ese año,
podría haber enfrentado más de 200 años en prisión. Pero en lugar de
enjuiciarlo, las autoridades vieron una oportunidad para dividir al
cártel desde adentro.
Lo convirtieron en la pieza central de
una operación policial que desmanteló al cártel en el sur de Morelos, lo
que resultó en el arresto y condena de docenas de sus agentes.
Para los investigadores, él era una mina
de oro, un libro de referencia completo sobre la industria de
asesinatos en el estado. Para el sicario, el gobierno era un salvavidas.
Por supuesto, el sistema legal de México no fue creado para este tipo de acuerdo.
La nación tiene sólo un programa oficial
para protección de testigos, a nivel federal, y pocos realmente confían
en él. Las fugas, la corrupción y la incompetencia lo han dejado en
ruinas.
El jefe de la policía en Morelos en ese momento, Alberto Capella,
quería un programa de protección de testigos que funcionara, uno que
pudiera usar para aplastar el crimen organizado en su estado.
Así que simplemente creó uno
clandestino, una estrategia improvisada que los exfuncionarios de
justicia describen como una extensión legal.
Pero si trabajar alrededor de los
límites de la ley era la única forma de combatir el flagelo del crimen
organizado, pensó Capella, parecía un pequeño precio a pagar por la
justicia.
“Teníamos que intentar algo”, dijo
Capella, quien sobrevivió a atentado años antes, endureciendo su
resolución. “No podíamos simplemente sentarnos allí y no hacer nada”.
El paso del sicario, de asesino a sueldo
a testigo estatal, ofrece una rara visión del mundo de los asesinos en
México y hasta dónde llegarán las autoridades para detenerlos.
Violencia sin control
Hoy se producen más asesinatos en México
que en cualquier otro momento de las últimas dos décadas, cuando la
nación comenzó a recopilar estadísticas de homicidios.
Los cárteles luchan entre sí por el
control de la venta local de droga y las rutas de contrabando hacia
Estados Unidos, mientras que las fuerzas armadas de México luchan contra
todos ellos.
La violencia es la peor desde que
comenzó la guerra contra las drogas respaldada por Estados Unidos hace
13 años, y asesinos como el citado en este artículo encarnan la crisis,
ya que son responsables de una parte desproporcionada de asesinatos en
todo el país.
Los asesinatos se han vuelto tan comunes, tan esperados, que el país se ha vuelto cada vez más insensible a ellos.
Cada año que pasa trae niveles récord de
violencia, con expresiones más desgarradoras de la misma, y las
instituciones están tan mal equipadas para detener la marea que Capella
sintió que no tenía más remedio que inventar una solución alternativa al
estado de derecho quebrantado del país.
El trato fue simple: el sicario
testificó contra sus antiguos camaradas y jefes, detallando el
funcionamiento interno de un cártel notoriamente despiadado. A cambio,
podía caminar libre, sin enfrentar ningún cargo.
Sin papeleo. Sin firmas. No hay
legislación que autorice un programa de protección de testigos en el
estado. Sólo un acuerdo de caballeros, tal y como los involucrados lo
llamaron.
“No había nada en qué pensar”, recordó el sicario. “No quería pasar toda mi vida en prisión”.
A principios de 2019, el método de
Capella demostró ser tan valioso que la policía erigió un programa de
testigos aún más grande a su alrededor, reclutando a más de una docena
de secuaces del cártel.
Un río en Morelos donde el sicario arrojó un cuerpo antes de ser arrestado
Juntos, sus testimonios llevaron a 100
condenas y ayudó a reducir los homicidios, secuestros y extorsiones en
el estado, al menos por un tiempo, dijeron las autoridades.
Incluso, cuando la violencia se disparó en todo México, cayó en el sur de Morelos.
En todo el país, casi 100 personas
fueron asesinadas todos los días, a menudo de maneras horribles que
extendieron los límites de la imaginación humana. Menos del 5 por ciento
de esos casos fueron resueltos.
Con tasas de condena tan deprimentes, Capella sintió que México prácticamente estaba emitiendo licencias para matar.
Su programa, explícitamente autorizado
por la ley o no, era una oportunidad para hacer lo que cientos de otros
oficiales sólo podían soñar: identificar y encerrar a los asesinos que
estaban impulsando la crisis de homicidios del país.
Otro participante en el improvisado programa de protección de testigos durmiendo en una cárcel.
El poder sin control del crimen
organizado se exhibió por completo en octubre, cuando cientos de hombres
armados del Cártel de Sinaloa sitiaron la ciudad de Culiacán a plena
luz del día, obligando al gobierno a entregar una figura notable del
cartel: el hijo de Joaquín Guzmán Loera, el narcotraficante conocido
como El Chapo, y lo soltó, de vuelta al inframundo.
Poco después, un cártel diferente mató a
tiros a nueve madres y niños mormones, otro recordatorio inquietante
del número de víctimas civiles inocentes. Como consecuencia, el
presidente Trump amenazó con designar a los cárteles como grupos
terroristas.
Capella sabía muy bien que su propia
solución a los cárteles era peligrosa, particularmente porque dependía
de la desagradable perspectiva de liberar a un prolífico asesino.
“Es algo que pocos se han atrevido a hacer”, reconoció el jefe de policía, “pero vale la pena el riesgo”.
Pero nadie, y menos el sicario, esperaba cómo terminaría el acuerdo.
Capella se mudó a otro trabajo a casi mil 600 kilómetros de distancia, y el programa colapsó lentamente.
Sin mandato legal o apoyo oficial, este
año cedió debido al cambio en los vientos políticos. Algunos de los
testigos se fueron y volvieron a la vida del crimen. Al menos uno fue
asesinado.
El sicario se quedó hasta el verano, cuando temeroso de que la policía lo entregara a sus enemigos del cártel, huyó.
Los pistoleros no estaban muy lejos. Su
hermano, que irónicamente evitó el crimen y se alistó en las Fuerzas
Armadas, fue asesinado días después.
Sus padres encontraron una nota adjunta al cuerpo: esto es lo que sucede con los soplones, advirtió.
“Así es como funcionan las cosas en
México”, dijo el sicario, que pidió que no se usara su nombre para la
seguridad de su familia, mientras huía. “Y quiero que el mundo lo vea”.
Cómo se hace un sicario
Los jefes del cártel se agruparon en un
pequeño grupo, burlándose de él. Podría robar, incluso pelear, pero no
matar, dijeron. No tenía el corazón.
Se rieron, empujándolo para ver qué tan lejos llegaría. Sabía que era una prueba.
Tenía 17 años y trabajaba para Guerreros
Unidos, un cártel que operaba en varios estados y traficaba heroína a
Estados Unidos. De inmediato se distinguió por ser inteligente y
naturalmente violento.
Respondió bruscamente. No sabían de lo que era capaz, dijo. Y en verdad, él tampoco.
Sus compañeros narcos señalaron calle abajo a dos hombres jóvenes, un par de objetivos involuntarios.
Se fue hacia ellos, preguntándose si sus jefes tenían razón: que no era capaz de asesinar a mansalva.
Luego, como si alguien más estuviera
controlando sus movimientos, sacó un pequeño cuchillo de su bolsillo y,
sin previo aviso, cortó la garganta del joven más cercano a él.
Mientras escupía la sangre, recordó, enterró su miedo, decidido a demostrar que era despiadado, la esencia de un sicario.
“Me bloqueé, mis propias emociones, y me dije a mí mismo que alguien más lo estaba haciendo”, dijo.
Más tarde descubrió que los dos hombres
eran inocentes, y todo parte de un juego que sus jefes estaban jugando.
No habían esperado que él realmente matara a nadie.
Cuando se corrió la voz y el brillo de
admiración vino de amigos y conocidos, su culpa disminuyó. Nadie lo
volvería a cuestionar. Ahora estaba en el camino, brutal e inmutable,
para convertirse en un asesino profesional.
“Les gustó eso”, recordó. “Y a partir de ahí se me abrió una nueva carrera”.
En más de una docena de entrevistas, el
sicario dijo que su infancia fue normal, incluso buena. Sus padres
estaban juntos. Le enseñaron a cuidar a los demás.
“Me enseñaron valores, principios”, dijo.
Alto y delgado, con una cara redonda y
ojos encapotados. Una vez soñó con jugar futbol profesional, pero se
saltó la escuela para pasar el rato con una pequeña pandilla, fumando
mariguana y peleándose.
Un tiempo siguió a su padre al trabajo,
uniéndose a él en sus rondas para la compañía de agua local. Por un
tiempo pensó en hacer una vida de tal trabajo, aunque fuera mundano y
mal pagado.
Entonces su padre se quedó sin empleo,
hundiendo a la familia en la ruina financiera. Su madre comenzó a
trabajar desde el anochecer hasta el amanecer por pocos pesos.
Con creciente resentimiento, observó la
humillación y la baja remuneración del trabajo diario, mientras los
mafiosos locales ganaban mucho dinero disfrutando de un respeto que
bordeaba el miedo.
“Fue entonces cuando elegí vivir día a día”, dijo. “Me convertí en un criminal”.
Se abrió camino robando y vendiendo
drogas, buscando a Guerreros Unidos. Los líderes notaron su ambición.
Después de ese primer asesinato, el líder del cártel le ofreció un
puesto en el campo de entrenamiento de sicario.
Era 2012 y la guerra de México contra
las drogas estaba en su sexto año. La violencia había alcanzado máximos
históricos cuando los militares salieron a las calles para combatir el
crimen organizado y los cárteles lucharon entre sí por la supremacía.
El asesinato se convirtió en una forma
de mensaje, un espectáculo de sadismo: cuerpos colgados de puentes,
cortados en pedazos, depositados en plazas públicas. Cada escena
espeluznante del crimen como una advertencia, una forma de decir que la
violencia del cártel no conocía límites.
A medida que el mercado de drogas se
agitó, con nuevos jugadores subiendo y bajando, los campos de
entrenamiento se convirtieron en academias para los ejecutores de la
industria. El sicario vio una oportunidad.
Dijo que durante seis meses vivió en
austeridad con docenas de otros hombres en las montañas del sur de
México, donde conoció el terror, el hambre y el frío. En todas partes
sintiendo el espectro de la muerte.
Cazaron y mataron a miembros del cártel
rival y, en algunos casos, otros fueron asesinados por sus propios
entrenadores por desobedecer las órdenes o mostrar dudas, dijo.
Recordó que los alumnos que se
enfrentaron a los instructores fueron colgados de los árboles y
utilizados para la práctica de tiro, una afirmación que los expertos en
cárteles consideraron plausible.
Saber que podría morir por no seguir las
órdenes, ya fuera para matar a un granjero, cortar un cuerpo o torturar
a un amigo, era todo el incentivo que necesitaba para hacer lo
impensable. Al menos así lo justificó.
“Me convirtieron en un animal”, dijo.
Pero detrás de cada decisión, cada acto
inhumano, había una verdad de la que no podía escapar. Él escogió esta
vida. Era lo que él quería.
El negocio del asesinato
En un año ya se había transformado en un asesino experto, probado en batalla y sin tener ni 20 años cumplidos.
Después del campo de entrenamiento fue
enviado a Acapulco, explicó, para luchar contra otros cárteles por el
lucrativo mercado de drogas en los distritos turísticos.
Un año más tarde regresó, pero a un
Morelos muy diferente. Su antiguo jefe había sido abatido a tiros y su
antiguo cártel, Guerreros Unidos, casi fue vencido allí, tragado por sus
antiguos aliados, Los Rojos.
El sicario ya no tenía un jefe para rendirle cuentas, ni ninguna lealtad en absoluto.
Algunos de sus viejos camaradas habían cambiado de bando y los ganadores subsumieron a los perdedores.
El líder de Los Rojos, Santiago Mazari
Hernández, conocido en la calle como “El Carrete”, envió un emisario
para reclutar al sicario. Quería que lo ayudara a establecer operaciones
de drogas en el sur del estado de Morelos. El pasado era el pasado,
dijo.
“Fue unirse a ellos o ser asesinado”, recordó el sicario.
Comenzaron a vender drogas en Jojutla,
luego se extendieron a Tlaltizapán, Tlaquiltenango, Zacatepec, luchando
contra otros grupos en las pequeñas ciudades del sur de Morelos.
A medida que su negocio se expandió,
también lo hizo su influencia, especialmente en el gobierno local.
Tenían funcionarios en la nómina, explicó el sicario, para evitar
sorpresas como arrestos o incautaciones.
La expansión de las operaciones
significó eliminar a la competencia, no sólo de otros cárteles, sino
también de delincuentes locales: ladrones, violadores, pequeños
traficantes de drogas y soplones. Cualquiera que dibujara el escrutinio
policial.
El asesinato rara vez fue por deporte, detalló. Estudiaba detenidamente a sus víctimas e investigaba las quejas en su contra.
Una vez confirmadas, les advertía una
última vez para que se detuvieran, principalmente para evitar que
llamaran demasiado la atención de las autoridades.
Si no lo hacían, planeaba los asesinatos meticulosamente, llevándolos a cabo sólo con la aprobación de arriba.
“Para matar a alguien, tenía que tener
permiso”, explicó. “¿Por qué quiero matar a esa persona? ¿Simplemente
porque no me gusta? Así no es cómo funciona.”
Siguió un código, dijo. No reclutaba niños y no dañaba mujeres ni personas trabajadoras si podía evitarlo.
Pero el funcionamiento del crimen
organizado rara vez fue ordenado. Él mató a mujeres y civiles inocentes.
A pesar de todo lo que se habla de honrar un código, a menudo era sólo
eso: hablar. Los negocios siempre fueron lo primero.
The New York Times confirmó muchos de
sus homicidios con las autoridades e intentó hablar con las familias de
las víctimas en varios casos. Todos se negaron. Habiendo perdido a sus
hijas, hijos y padres por el cártel, temían represalias.
De todas las personas que el sicario mató en su carrera de cinco años, sólo unas pocas lo atormentan. Una en particular.
Fue durante una operación de rutina,
recordó, cuando sus jefes lo mandaron a eliminar a un grupo de
secuestradores locales. Al llegar, explicó, encontró a un estudiante
universitario con ellos.
El sicario dijo que al instante supo que
el estudiante era inocente: la expresión de terror en su rostro, su
lenguaje corporal, incluso su ropa.
Siguiendo el protocolo, el sicario ató a
todos y llamó a su jefe. Quería dejar ir al joven. No estaba afiliado.
No había necesidad de matarlo. Pero el jefe dijo que no. Cualquier
testigo era una responsabilidad.
Mientras el niño rogaba por su vida, el sicario miró hacia otro lado y le dijo que lo sentía antes de cortarle el cuello.
“Ese estudiante todavía me persigue”,
dijo, llorando. “Veo su rostro, ese niño rogándome por su vida. Nunca
olvidaré sus ojos. Fue el único que me miró de esa manera”.
Traición y captura
A veces, en la oscuridad, la madre del
sicario se arrodillaba en silencio junto a su cama, susurrándole
mientras dormía. Ella sabía que su hijo trabajaba para los cárteles,
incluso sin saber exactamente su función.
“Deja de hacer eso”, recordó haberle dicho una noche. “Tu Dios no puede salvarme”.
A finales de 2016 se había vuelto
insensible a la muerte, buscando objetivos con una indiferencia
mecánica. La vida le importaba aún menos, incluida la suya.
Recibió un ascenso, lo que trajo un
salario más alto, más responsabilidades y la envidia de los demás.
Todavía trabajaba para “El Carrete”, que dirigía el cártel de Los Rojos,
pero estaba más paranoico y por una buena razón.
Cuanto más profundo descendía al
inframundo, más entendía las pequeñas rivalidades entre los líderes. Sus
vidas estaban llenas de desconfianza. El trabajo así lo exigió.
Le dijeron que matara a los miembros de
su propio equipo, pues los líderes temían que se volvieran demasiado
influyentes o indisciplinados. Dijo que mató a tantos que comenzó a
reconsiderar a quién contrataba.
“Casi nunca recluté dentro de mis círculos de amistad”, dijo. “Reclutaría al tipo que quisiera dinero fácil”.
Pero eso lo dejó vulnerable, incapaz de confiar en su equipo. Resultó ser su ruina.
En mayo de 2017, la policía detuvo a uno de sus socios. Para evitar la prisión, les ofreció al sicario.
El 15 de mayo, el compañero traidor
llamó al sicario. Tenían trabajo qué hacer, le dijo. Afuera había mucha
luz, horas de trabajo extrañas para ellos, pero había una emergencia, le
explicó su compañero.
Se encontraron en una casa de seguridad y
se fueron juntos, dirigiéndose hacia sus motocicletas estacionadas
calle abajo. El sicario escuchó a la policía antes de verlos, el
chirrido de los neumáticos, los motores acelerados. Todo terminó en
menos de un minuto.
Se maldijo durante el camino a la estación. Se preguntó si la tonta suerte sólo lo había salvado todos estos años.
En la estación en Jojutla, un pequeño
edificio blanco frente a la prisión local, los comandantes de la policía
confiscaron su teléfono. Contenía suficiente evidencia para encerrarlo
de por vida.
Mientras estaba sentado y esposado a una
silla, los oficiales vieron un video que había grabado en su teléfono.
Era uno de sus múltiples “trabajos”.
La policía llamó a su madre, quien se
negó a creerles. Sí, ella sabía que su hijo era un criminal, recordó.
Pero ella se negó a creer que él fuera un asesino, hasta que un oficial
la obligó a ver una entrevista en la que su hijo confesó sus
innumerables homicidios.
“Nunca le enseñamos estas cosas”, dijo, sollozando. “No aprendió esa malicia de nosotros. Le dimos amor y apoyo”.
La policía comenzó a sumar lo que
sabían, comenzando con varios homicidios que se le adjudicaban. Enfrentó
240 años de prisión sólo por ellos.
Pero el jefe de policía, Alberto
Capella, se había cansado de las herramientas y ambiciones limitadas del
estado. Forenses descuidados, oficiales corruptos e investigaciones al
azar dejaron pocos casos resueltos.
Anteriormente había sido jefe de policía
en Tijuana, donde en 2007 la prensa local lo apodó “Rambo” por luchar
contra docenas de asesinos de cárteles en una batalla que terminó con su
hogar perforado por cientos de balas.
Ahora, como comandante en Morelos,
quería resultados. Mientras el sicario se sentaba en una silla de vinilo
rasgada en el recinto, uno de los agentes de Capella explicó el
acuerdo.
El sicario testificaría contra sus
antiguos camaradas, detallando los muchos asesinatos que habían
cometido. Pero en lugar de describir al sicario en la corte o en los
archivos del caso como uno de los asesinos o conspiradores principales,
las autoridades estatales lo enumeraron como testigo, alguien sin una
participación real en el crimen.
El sicario, que entonces tenía 22 años,
acordó vivir en un edificio al lado de la prisión, para su propia
protección, y para que pudiera ser trasladado a audiencias públicas.
Las autoridades estatales no lo acusaron
de ninguno de los asesinatos y decidieron esperar hasta que terminara
de testificar. Entonces, podrían decidir cómo procesarlo, si es que lo
hacían.
Por ley, se supone que los casos de
narcotráfico en México deben ser manejados a nivel federal, por una
división encargada de investigar el crimen organizado.
El grupo puede usar sus poderes de negociación para convencer a los testigos de que se presenten, aunque pocos lo hacen.
A nivel estatal no existe tal programa y
los funcionarios a menudo han encontrado sus propias formas de
perseguir la justicia, a veces al violar la ley por completo.
Muchos han mantenido detenidos a
sospechosos durante años antes del juicio como una forma de castigo,
sabiendo que no tenían la evidencia de una condena.
Otros han optado por una solución más brutal: el asesinato extrajudicial de presuntos delincuentes.
Capella intentó un enfoque muy
diferente: buscar condenas en los tribunales y desarrollar un nuevo
conjunto de reglas para asegurarlas.
Cansado del débil estado de derecho de México, Capella decidió crear su propia versión.
Sus métodos poco ortodoxos y su actitud
sin complejos le han traído controversia y muchos enemigos. El actual
gobierno de Morelos lo acusó de malversación de fondos en un asunto
separado, lo que niega rotundamente.
Algunos exfuncionarios de justicia en
México consideran que su programa de protección de testigos es un tramo,
y que funciona bien fuera de las normas legales.
Otros dicen que es tan inusual que no
están del todo seguros. Incluso los funcionarios estatales en Morelos
que apoyaron el programa reconocieron que funcionaba en un área gris de
la legalidad, aunque, como Capella, lo llamaron legal, defendible y
altamente efectivo.
“Prefiero cometer un gran error que ser
culpable de inacción”, dijo Capella. “México está cansado de esta
parálisis institucional”.
“Es un milagro, sobreviví”
Durante cinco años, el sicario vivió
como dos personas diferentes: el hijo que dejó víveres para su madre y
que tuvo un bebé con su novia, y el “monstruo”, como se llamaba a sí
mismo, que mataba por unos cientos de dólares a la semana.
Después de su arresto, la pared entre
ellos comenzó a resquebrajarse. Explicó que sufrió lo que parecían
episodios psicóticos, noches sin dormir llenas de voces extrañas y
sombras colapsando sobre él. Sabía que no merecía lástima, sólo culpa. Y
se consoló un poco pensando en eso.
“Estaba a punto de volverme loco”, dijo. “Me pasaba dos o tres días llorando”.
Finalmente, un pastor, un convicto
reformado y sin educación, vino a verlo. Al principio, al sicario le
preocupaba que el hombre fuera un espía enviado por sus enemigos.
Finalmente comenzó a hablar con él y, en poco tiempo, apenas pudo
detenerse.
El pastor fue tomado por sorpresa por el
torrente de confesiones que el sicario hizo cuando se entregó a la
Biblia, con el mismo fervor que alguna vez tuvo para la violencia; una
conversión tan común que es casi un cliché en el mundo de las pandillas y
los cárteles.
“Esa otra persona está muerta”, dijo el sicario como si, con la repetición, se hiciera realidad.
Encontró un nuevo propósito en el
confinamiento, ayudando a resolver casos sin resolver, testificando
contra integrantes de cárteles y allanando el camino para unas dos
docenas de condenas.
La policía dijo que vieron una verdadera transformación en él, aunque también tenían sus propios motivos para creerlo.
Para octubre de 2018, la policía había ampliado el programa para incluir una docena de testigos cooperantes.
Sin otro lugar donde ubicarlos, las
autoridades alojaron a los jóvenes justo al lado de la cárcel que
albergaba a los miembros del cártel contra los que estaban testificando.
Cada pocas semanas, la policía los trasladaba a los tribunales para proporcionar pruebas en los casos.
Los testigos dormían en colchones
delgados en el suelo, comían en una mesa de plástico rota y se sentaban
en sillas despojadas de sus espaldas. Grandes bañeras azules rebosaban
de agua utilizada para bañarse y enjuagarse.
Hubo pequeñas comodidades: un televisor,
un microondas y un teclado eléctrico en el que el sicario aprendió a
tocar la canción principal de la película Titanic. Y cada día de la
semana, el ala improvisada de la prisión se convertía en un renacimiento
evangélico.
Un pastor rasgueaba una guitarra vieja y
los conducía en himnos. Cuando cesaban los cantos, se turnaban para
confesar los actos de violencia que habían cometido, su tentación de
regresar, su gratitud por haber sido salvados.
“Hace 16 años yo era como ustedes,
muchachos”, dijo el pastor, con la guitarra apoyada contra su vientre.
“Es un milagro que haya sobrevivido”. Varios comenzaron a llorar sin
previo aviso.
El sicario, cuyos crímenes superaron con
creces los de los demás, era el líder natural. Se convirtió en una
figura paterna para el grupo e hizo cumplir su voluntad empuñando un
gran palo de madera.
Finalmente, los jóvenes se ganaron la confianza de sus guardianes y se les permitió un nivel de autonomía casi cómico.
A principios de 2019 ya estaban
ejecutando su propia seguridad, bloqueando y desbloqueando la entrada
prohibida para los visitantes, monitoreando las idas y venidas en la
sala.
Algunos incluso comenzaron su propio negocio, lavando los autos del gobierno.
La policía sabía que los riesgos eran grandes, al igual que la posibilidad de fracaso. Pero su confianza creció día a día.
Capella, el jefe de policía, se jactó
del cambio que había tenido en su interior el sicario. Un diputado dijo
que el sicario saldría libre con una hoja de antecedentes penales
limpia.
“Hemos logrado lo que nos propusimos lograr”, dijo el Capella.
La desintegración
Sin embargo, la desintegración llegó
antes de lo esperado. Después de más de un año en el programa, Capella
consiguió un nuevo trabajo como jefe de policía en el estado de Quintana
Roo.
Con su partida, el programa de
protección de testigos perdió a su administrador. Era caro y estaba
fuera de los libros. Nadie quería supervisar el proyecto.
Los jóvenes continuaron asistiendo a sus
citas en la corte, el pastor seguía apareciendo y la novia del sicario
dio a luz a su segundo hijo, una niña. Pero la energía poco a poco
comenzó a desvanecerse.
Casi la mitad de los testigos se habían
ido. Algunos habían terminado sus apariciones en la corte y se fueron
por su propia voluntad.
Otros se habían salido, contentos de
arriesgarse a la sentencia de muerte que les esperaba en la calle.
Muchos se habían acostumbrado a la idea de una muerte prematura. Para
ellos, el programa fue un breve respiro.
El sicario habló menos sobre lo que vino
después. En verdad se había acostumbrado a la instalación. Le gustó el
respeto de los guardias, los fiscales y sus compañeros testigos. Era un
santuario del mundo exterior.
Afuera no sólo se preocupaba por el
cártel y por una vida huyendo, también temía la tentación de que, a
pesar de todo lo que había hecho por cambiar, terminara justo donde
comenzó.
“Sé que ser liberado y volver a formar
parte de la sociedad es más difícil que estar encerrado aquí”, dijo
después de una sesión de oración. “La verdad es que prefiero estar aquí,
con dolor, que allá afuera por mi cuenta”.
Para el verano de 2019, el programa
estaba en mal estado: los platos sucios se apilaron, el agua se acumuló
en el piso y los inodoros quedaron sin limpiar. Las luces ya ni siquiera
funcionaban correctamente.
“Todo está llegando a su fin”, dijo un día. “Sólo mira a tu alrededor. El mundo está al revés”.
Ahora estaba prácticamente solo.
Únicamente quedaba otro testigo. Sus amigos venían periódicamente para
fumar mariguana o escuchar música en la oscuridad. Los usó para enviar
mensajes a personas en el exterior, incluidos los traficantes de drogas.
La policía casi había abandonado el
programa. La mayoría de los funcionarios estaban felices de verlo
vacilar, ansiosos por terminar con la carga.
En el vacío, el sicario volvió a lo que
sabía: vender drogas. Mientras aún estaba adentro, reclutó a antiguos
testigos que habían abandonado el programa, formando un equipo de
traficantes de mariguana.
El pastor se enteró y lo presionó para que se detuviera.
“Me di cuenta de cuántas personas estaba
arrastrando a ese destino de nuevo”, dijo el sicario. “Conduje a mis
amigos hacia la Biblia, y ahora les estoy haciendo vender drogas”.
Su recaída parecía casi inevitable.
¿Cómo podría el estado esperar cambiar a alguien tan despojado de su
humanidad en sólo dos años, con un pastor no remunerado y sin educación
como su única fuente de inspiración?
Quizás nunca tuvo la intención de
hacerlo. El sicario había ayudado a desmantelar su antiguo cártel,
dejándolo en ruinas. Ya no era de mucha utilidad para la policía.
En el exterior, sus enemigos lo verían como débil, y ya no bajo la protección de la policía.
Le gustaba afirmar que su reputación en
las calles mantenía a salvo a su familia, pero eso tampoco era del todo
cierto. Incluso la policía lo sabía.
El sicario se había suavizado desde que
se unió al programa. Se preocupaba por su familia, sus hijos, la
perspectiva de una nueva vida. La esperanza era una responsabilidad en
su viejo mundo.
Uno de los policías le había advertido sobre su partida.
“No tendrás ninguna oportunidad allí afuera”, recordó que dijo el oficial. “‘Ya no eres la misma persona”.
“Lo hizo bien”, dijo el sicario. “Tenía toda la razón”.
“Lo justo sería que yo muriera”.
En una tarde soleada de agosto, el
sicario huyó. Un informante le advirtió que la policía planeaba
arrestarlo y presentar cargos. Cierto o no, no desperdició la
oportunidad.
Había sido descuidado antes, cuando fue
atrapado por primera vez. Pero ahora, después de todas las personas a
las que había ayudado a encerrar, significaba una aproximación mucho más
cercana a una muerte segura. Lo matarían en el momento en que lo
vieran.
Se escapó de las instalaciones y se
registró en un pequeño hotel en la carretera. Después de casi dos años
bajo protección policial, estaba solo.
Unos días más tarde, el 5 de agosto, un
par de pistoleros se hicieron pasar como clientes y llegaron al puesto
de tacos de sus padres y le dispararon cuatro veces a su hermano.
Cuando los asesinos huyeron, dejaron una nota: “A ver si todos aprenden de esta manera”.
Los hermanos se parecían, por lo que los
pistoleros pudieron haber pensado que habían matado al sicario. Cuando
se enteró del tiroteo, deseó estar en el lugar de su hermano.
Su hermano era inocente, insistió la
familia. Nunca se había asociado con el crimen organizado. Terminó la
escuela secundaria, vivía en casa con sus padres, se había alistado para
unirse a las Fuerzas Armadas y tenía previsto salir pronto, dijo su
madre.
El sicario sabía que no merecía la
libertad. “La justicia para mí”, a veces decía, “sería la muerte”. Pero
su hermano era diferente.
“Me golpearon donde más dolía”, dijo el
sicario, llorando, poco después del asesinato. “Lo que más amaba en el
mundo me lo quitaron”.
Aun así, insistió en que no buscaría
venganza. Nada cambiaría eso. Su hermano aún estaría muerto. Los
asesinatos continuarían, incluso se intensificarían, absorbiendo al
resto de su familia, en el tipo de ciclo interminable en el que México
está atrapado. El asesinato era inevitable.
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